Mi compañero de oficina Martín me insistió para que fuera al último día del Festival Internacional del Cuento de Los Silos. Él, tan suyo y tan sordo y a veces tan olvidadizo, parece que no entiende que nunca me ha interesado un carajo la literatura, que el último libro que leí creo que fue en quinto o sexto de primaria y no recuerdo ni el título, ni nada…
La verdad que siempre me resultó curioso que todo el mundo, cada vez que confieso —con cierto pudor y medio cabizbajo— que no hay ni una sola novela desperdigada por el salón o la habitación de mi casa, me suelta un interminable y tedioso sermón sobre la importancia de culturizarse, de saber aquí y allá un poquito de todo: ciencia, política, sociología, historia y todas esas cosas que me aburren como una ostra y no me dicen absolutamente nada.
Nada de mis problemas para llegar como sin aire a fin de mes, nada de cómo me veo envejecer y apagarse mi mirada de mediocre oficinista con resignación… o de cómo no dejo de recordar los inolvidables paisajes de mi país. Ese país jorobado, repudiado por todos y cada uno de los dioses y al que ya nadie podría volver.
El pesado de Martín insiste. Dice que escuchar cuentos me animará un poco y que uno nunca deja de ser un niño fantasioso. Y entonces, sin venir a cuento (nunca mejor dicho), me propone un imprevisto y absurdo juego. «Oye, esto te sentará de lujo y te ayudará a despejarte. Tú vete pallá y escribe las cosas que te llamen, como si fueras periodista… verás que anotar cosas te sentará bien. Ejercitas el cerebro, te concentras más en otras cosas, te olvidas de lo tuyo y capaz que te me haces escritor».
Le respondí que sí para que me dejase tranquilo, para que cerrase su boquita de charlatán que nunca ha pronunciado nada digno de memoria. Total, no tengo nada que hacer y, siendo honesto, me pica la curiosidad. ¿Qué tonterías me contarán allí?… Así que fui para Los Silos con la libreta verde de la compra, un lapicillo mordisqueado y con el propósito de olvidar estos días de dolor.
La crónica de Alfredo (notas de un oficinista que ya no lee)
No para de llover. Recuerdo que de pequeño tenía un miedo enfermizo a los truenos y, cada vez que oía uno, corría despavorido hacia la habitación rosa de mamá y ella, siempre tierna e indulgente, me abrazaba y me abrigaba con sus mantas peluditas mientras me contaba esos sueños rarísimos que tuvo anoche o aquellos que se le grabaron como un tatuaje en el prodigioso e indivisible material de su memoria de viuda, cocinera explotada de cantina y madre de este hijo caprichoso y tontorrón.
Había olvidado que mamá me contaba esas misteriosas historias. Acaba de venirme ahora a la cabeza ese recuerdo gracias al jaleo montado por la tormenta. En fin, qué curioso, ya de chico alguien me contaba sus sueños y yo, buscando olvidarme del bramido de los truenos, intentaba concentrarme en cada palabra que pronunciaba mamá hasta perder el miedo, bostezar y quedarme dormidito en sus brazos.
Un desayuno con Adriano Reis
La primera actividad del día fue un desayuno en la finca Quiñones con un narrador de Cabo Verde, Adriano Reis. Los caretos de empanados y hambrientos de los asistentes no tenían desperdicio. Cada cual absorto en su mundo y saboreando con pereza esas riquísimas tostas de berenjena asada con queso de cabra o ese sabroso cuscús. Ojalá asaltar la cocina y llevarme para casa todo el queso sobrante…pero siempre fui tímido, no traje pasamontañas y no creo que esté bien planear un robo a las nueve de la mañana. En resumen: un desayuno gratificante del restaurante el Mirador de Garachico. Habrá que ir para allí, digo yo.
El artista Adriano Reis no habla español y nos relata cuentos en portugués. Es un hombre larguirucho, gesticula en exceso, sonríe y desprende una envidiable vitalidad, me recuerda a un águila. De repente, me descubro soltando una carcajada y miro a un lado y a otro como buscando quién se ha reído. ¿He sido yo? ¿Yo? ¿Ese cuarentón aburrido que lleva más de un mes o dos o no sé ya cuánto sin descojonarse de nada?
Afuera continúa la lluvia. Escucho algún que otro trueno a lo lejos. Pienso en mamá, las violentas tormentas de mi añorado país. Y menos mal que aquí tengo calor. Me siento bien. Quiero saludar a la chica de al lado (parece que también está sola), sacar algo de conversación, algún comentario banal, «¿le gusta el narrador?», pero no hago nada, nunca hago nada…

Voy de camino al centro de Los Silos. Ahora relatarán cuentos infantiles María Kapitán y Evelyn Poveda. La sala está hasta arriba de chiquillos que observan, con ojos titilantes y abiertos como una ventana bañada de sol, el blanco de las paredes, los rostros anónimos o las luces del escenario como si fueran un milagro, la repentina aparición de un ovni, un rayo o una estrella fugaz. ¿Yo fui así? ¿Somos un milagro? ¿Por qué me mira esa niña como si yo fuera algo merecedor de tanto asombro y admiración…?
Las dos narradoras parecen amar profundamente su trabajo y está claro que logran contagiar su entusiasmo a toda la sala. Me fijo en los ojos risueños, conmovidos, de una madre que acaricia el pelo rubio, lacio y alborotado de su hijito con cara de pícaro y que chasquea, ilusionado y divertido, sus diminutos dedos pringados de pelar mandarinas y comer chocolate.
Toda la sala obedece a Poveda y chasquea los dedos. Yo no lo hago y la narradora descubre que un puretilla mal afeitado, vestido con un chándal desgarbado y con cara de pocos amigos se pasa por el forro sus indicaciones. Veo que me mira, existo, y me invita a seguirle el juego. Lo hago con cierta torpeza, vacilación y rigidez, como si le pidieras correr una maratón a un cojo o volar a un oso perezoso y gordinflón.
Apátridas
A mediodía acudí a la presentación del libro Doble Cristal (Diego Pun Ediciones) de Nicolás Dorta. Quizás fui con la vaga intención de comprarme mi primera obra literaria y así, por qué no, comprobar si existe algún libro que no sea una construcción artificiosa y elocuente de palabras amontonadas en doscientas páginas que no hablan de nada vivido en tus propias carnes, nada que zarandee tu redecilla de nervios excitables hasta la invocación de enigmáticas imágenes o letanías nacidas de las ruinas del subconsciente
El escritor tinerfeño comentó que no le importa si una historia es verdadera o falsa, sino la historia en sí. Un apunte que me dejó pensativo. Al igual que sus reflexiones sobre las razones por las que uno escribe, su particular visión de la literatura y como en su novela utiliza el entorno rural como potencia universal. «Lo no dicho me interesa más que lo dicho», afirmó el novelista.
¿Y si contar mi vida es una forma de componer un espejo para que se reconozcan en mí otros seres igual de descarriados que yo de este enfebrecido planeta? ¿Acaso, por desgracia, hay más hombres ciegos, dando tumbos y sin un perro guardián que les guíe los pasos, los ojos o donde posar mis manos sin temor a llenarme la piel de cicatrices?… Tal vez reconozcamos nuestros anhelos y temores en esas historias tan personales que relatan cada uno de los narradores.

Al llegar la tarde, Youseff Taky, estudiante de Bellas Artes de la UCLM, dialogó con el público sobre diversos temas de actualidad a propósito de su exposición Fuera de lugar. Una obra que aborda el tema de la inmigración desde una perspectiva personal y que focaliza la atención en experiencias con las cuales muchos inmigrantes pueden identificarse.
Yo me identifico. Sí, con los años he aprendido a convivir con esa sensación de no pertenecer a ninguna parte, a ninguna cultura. A eso creo que se le llama ser apátrida o ciudadano del mundo, como dicen esos hippies posmodernos que fingen habitar las luminarias del Nirvana.
También, una de las asistentes habla de identidades diluidas, fragmentarias, y pienso que este Festival del Cuento de Los Silos es como una gigantesca bestia de innumerables caras y cada cara es el singular rostro de cada narrador, una voz única que pronuncia sus fantasiosas, cómicas o dramáticas historias fecundadas por su imaginación, los pilares de su memoria o las idiosincrasias de su lengua, su pueblo y su país. Este monstruo habla francés, español, portugués y durante seis días pasea su bestialidad por Los Silos antes de disolverse en el aire, tal y como hacen los dioses, las hadas, los demonios, esta vida, la belleza y el amor..
Las últimas líneas
Ahora son las once y pico. Acaba de terminar este festival y me emociona ver a todo el equipo del evento dándose besos, abrazos e intercambiándose felicitaciones. Ellos son los encargados de que esta noche me replantee, sin que suene melodramático, el rumbo de mi propia vida. Sin esos encargados de la iluminación o el sonido o la ajetreada y puntillosa organización de los espectáculos no hubiera escrito estas notas que desvelan que, sin darme cuenta, había perdido parte de mi alma.
Miro a mi alrededor y observo, al fin, una atmósfera de sosiego y alegría. Nada que ver con las miradas perdidas y como decepcionadas y a la espera de qué se yo qué de la gente en las frías estaciones de guaguas o en las calles por las que marchamos a toda prisa, cegatos y ansiosos hablándoles a la indiferencia de un móvil, sin mirarnos nuestras caras, sin sentir el calor del mediodía en la nuca o el desamparo de aquel que está sentado a tu lado en el tranvía y mira a las palomas volar con esos ojos que resisten, cada instante, a la apatía.
¿Hacia dónde viajan nuestras almas entre tanto ajetreo, entre tanta proliferación de frivolidad e imposibilidad de contemplar y amar la existencia con piedad, entereza, gozo y lucidez? ¿Acaso nuestras almas anhelan migrar hacia algún lugar distinto de este mundo obsesionado con el progreso tecnológico, científico y la dudosa idolatría de la innovación? ¿Dónde queda la sabiduría, esa morada ansiada por todo corazón?

El adiós
No hay palabras humanas para describir el emotivo y prolongado silencio que dejó tras de sí la última frase de aquel discurso de clausura o reivindicación de la sabiduría de Eliana Yunes. ¿Cómo nombrar a ese escalofrío, a ese erizarse de nuestra piel?
Sentí la misma impotencia (esa certeza de lo pobres e inútiles que son nuestras palabras) aquella imborrable noche de enero. La última y dolorosa ojeada que lancé a las difusas, y ya devoradas por la noche, costas de mi muerto y lejano y amado y despreciado y horrendo y hermoso país.
De verdad, amigo, explícame si existen palabras y no lágrimas, escalofríos o besos para decirnos «adiós», «gracias», «te quiero», «perdón» u «ojalá»…
Cómo decirte que me vuelvo a sentir un chiquillo, que mis pies se despegan del suelo y que mi pálido y escuálido cuerpo flota, suspendido en el aire de la noche como una pompa de jabón, mientras empiezo a canturrear la historia de un solitario oficinista que encontró algo (no se sabe el qué), algo que le faltaba, por lo que moría de hambre, de sed, en Los Silos, en sus cuentos y en el silencioso rastro que deja una historia sobre la superficie herida de nuestra piel…