Escribo este reportaje desde la habitación que me asignó la organización del Festival. Solo quedan tres eventos para dictar sentencia de muerte. Justo en 35 minutos actuará el narrador latinoamericano Pedro Mario López y yo ahora, que me entretengo contando las pocas horas que quedan para el fin, rememoro todo lo vivido y escribo la palabra «vivido» con lagrimillas insinuándose como cosquillas en mis ojos. Pero trago las lágrimas, no es el momento para hundir el rostro en la almohada y deshacerse en lloriqueos de plañidera mientras evoco las arrugas de aquel guitarrista de Cumbres de Erjos, los silbidos de esa canción tan tierna de Pampa Madrigal, las muecas imposibles de María Kapitán, los ojos risueños de Pépito Máteo, los mofletes de Gigi Bigot o el «vanidad de vanidades, todo es vanidad» que pronunció Juan Madrigal en aquella noche imprevista del lunes.
Tras la puerta cerrada de mi habitación, escucho intercambios de adioses y besos entre otros huéspedes del hostal que regresan a sus casas y a la monotonía de los ritos laborales. ¿Qué pensarían si supieran que sus gestos son transcritos en directo por el tipo ese raro de la planta baja que sin razón aparente los encasqueta en su reportaje? ¿Acaso un periodista debe ignorar el rostro anónimo, el detalle trivial, la dosis de banalidad o cotidianidad oculta a las espaldas de todo acontecimiento mediático?
De repente, tras estas azarosas interrogaciones, me asusta la voz juglaresca y sabionda de Diego Pun. Olvidaba que la ventana daba a uno de esos callejones literarios y decido cerrarla para evitar que la gente se tope con el decepcionante espectáculo de alguien dando golpecitos con aires de solemnidad y trascendencia a las teclas de un ordenador, una de las sagradas conquistas del progreso humano.
El juglar de la Isla Baja le habla al público de un texto de la escritora canaria Cecilia Domínguez. El público no dice ni mu, permanecen como hipnotizados. Solo percibo el áspero rumor de zapatos inquietos que restriegan los restos de lluvia del empedrado. Pienso en la vida de Diego Pun y en su acuciante necesidad de atrapar la palabra precisa y justa que representase su locura. Quizá los auténticos poetas son los que padecen ese irremediable impulso vital por decir qué sienten, sin pararse a pensar en objetivos superficiales más allá de la palabra y el sentimiento. Como el pájaro que canta sin esperar ninguna recompensa por su cantar.
Ya transcurrieron más de 35 minutos y esto significa que llego tarde al espectáculo de Pedro Mario López. De todos modos, ya asistí a esa actuación el sábado o el domingo y sé que el auditorio reirá con lo de que el gordo está más henchido de polvo de estrellas que el flaco. La crítica a ese estilo de vida basado en la perfección estilística del cuerpo es evidente y muy necesaria en esta época fitness, sanísima, que ha erigido al abdomen y al glúteo a la categoría de deidad. Sudor y más sufrimientos para obtener la recompensa del cuerpo ideal, el culillo bien respingón o el bíceps petrificado. Vivir más y más bello, quizá ese es el lema de esta religión materialista cuyo templo es el gimnasio y cuyo rito esencial es una rigurosa alimentación. ¿Dónde quedaron los gimnasios del alma?
También, recuerdo ese divertido pasaje del espectáculo en que el narrador relata cómo una familia organiza una especie de picnic frente a un semáforo que les fascina por sus colores rojo, naranja y verde. No puedo evitar interpretar este fragmento como una caricatura sutil de los idólatras de la tecnología, otro de los absolutos sobre los que quizá depositamos todas las esperanzas y optimismos de nuestra época. ¿Quién tiene fe en toda la compasión y amor que puede nacer del espíritu? ¿Fe en un corazón que da sin esperar nada?

El fuego
Salgo del hostal en dirección al auditorio y pienso que quizá sería una buena idea para este reportaje entrevistar a gente del público y de la organización del festival. Busco como un pequeño compendio de impresiones de esta XXV edición. Pero antes de iniciar esta empresa, decido prestar atención a lo que acontece en las calles de Los Silos. Me fijo en esa iglesia blanca en la que nunca entré, en aquel hombre solo que sale persignándose con los ojos cerrados, en los pintorescos decorados de los colegios, rostros desconocidos que conversan y beben sorbos de café en una plaza, una mujer anciana, extranjera y petuda que anda despacio y mira nostálgica a los niños que corretean por la calle y me pide la hora, ojos cansados de apegarse a una máscara, ojos que se arrugan de alegría, ojos que celebran la vida de sus hijos, ojos que abrazan a mamá, ojos sepultados en la angustia o heridos de valor, ojos de una mujer que parece estar lejos, al otro lado de estos días de cuentos y de risas a flor de piel. ¿Qué cuento relatarle para devolverla a la vida, para incendiar tus ojos tristes de fuego?
Y llego al auditorio y pienso (más bien siento) que la vida es fuego, una llama que devora la tersura de unas manos jóvenes, que abrasa la lengua hasta que estallan las palabras como relámpagos. Observo a cada hombre y mujer y presiento bajo sus ropas, sus pieles, al fuego creador de todo cuanto tiembla, se agita y consume en suspiros y sueños en este bajo mundo. Pero ya basta, me voy por las ramas y debo sacar a flote este reportaje. Así que aparco estos pensamientos azarosos que nacen de aquel enigmático espectáculo de Teno y me dispongo a realizar las entrevistas. En la entrada del auditorio me encuentro con un montón de gente y comienzo a preguntar.

Las preguntas
Eva María Nieves, espectadora del Festival y ganadora del concurso de microcuentos de esta edición, comenta que el certamen de narración oral «es como un regreso a la infancia y a la magia». «Los Silos es un pueblo de cuento, los empedrados, la decoración de las calles… Es como si estuvieras viviendo dentro de un cuento. Es muy inspirador», detalla con una sonrisa que le adivino, la intuyo, bajo su mascarilla.
También, el espectador Zebenzuí Chinea declara que los dos actos a los que ha tenido la oportunidad de asistir le han causado una grata impresión y señala la importancia de este tipo de iniciativas culturales en estos tiempos de pandemia.
Por otro lado, integrantes del equipo del Festival, como Maruchy Hernández, Benigno León y Marta Elena López, comparten esa sensación agridulce que produce el último día del Festival. Aunque este año la dulzura vence a la desazón debido a que se han producido avances respecto al año pasado en que las actividades se vieron mucho más castigadas por la pandemia.
Esto último también lo recuerda el narrador Josep Acevedo que confiesa que, como actor, le resultó complicado interpretar para un número tan reducido de gente. «El Festival me ha aportado vitalidad, el crear una unión con mis compañeros y el involucrarme a fondo en poder trasmitir emociones a la gente a través del teatro. Ver las caras del público es lo que me encanta», comenta el artista que me pregunta si no me importaría ser entrevistado por él. «Por supuesto», le respondí.
El adiós y el sueño
Termino de conversar, se me agota el tiempo, comienza la ceremonia de clausura del festival. Toca ronda de narradores y cada uno de los artistas invitados nos relata un último cuento antes de desmontar los decorados, quitar micros, altavoces, sillas… Todos, hasta los técnicos y trabajadores de Cruz Roja, se emocionan y ríen con las diferentes actuaciones de despedida. Llega el fin y el auditorio poco a poco se silencia. Mis párpados pesan, el cerebro es como una piedra en un zapato y siento que mi cuerpo es una cosa ingrávida, inmaterial, fantasmagórica, hecha de agua y no de huesos, lo que significa que estoy próximo a la inconsciencia y beatitud del sueño, pero ya me cuesta distinguir con exactitud la vigilia del sueño, la realidad de la irrealidad, el día de la noche.
No dejo de ver a ese bailarín de Teno danzando en lo alto de aquel faro blanco y rojo. El silencio impenetrable de las rocas. El repicar de una campanilla que anuncia su condena a muerte. Montañas de cristal cegadas por la luz del sol. Un cuerpo desnudo arrastrado por el aire y los versos de un poeta hacia orillas del mar. Gritos de muerte, muerte, muerte, muerte… de una cantante, un bailarín y un poeta que dan vueltas y más vueltas en círculo como una plegaria o súplica hecha carne, baile, canto, poesía.

Un juglar asqueado del dinero y las apariencias. Unos niños que bailan felices al ritmo de una guitarra y una güira. Unos seres deformes, grotescos y excesivos que deciden contraer matrimonio, celebrar un amor exento de límites abstractos. La canción Una palabra de Carlos Varela sonando en un paisaje de plataneras. La niebla y lluvia de Erjos y Guantanamera. La palabra muerte en los labios de Héctor Abad Faciolince. El olor a lluvia verde de la laurisilva. Las caras que piden un cuentito más…
Despierto en mi habitación. Se ha disipado de golpe toda la música. Solo escucho mi monólogo. Observo mis manos y las encuentro pringadas de ceniza. El fuego se deshizo en el aire, trepó hacia la luna y solo quedan sus restos negros, insignificantes, inertes. ¿De dónde vengo?, ¿a qué lugares he viajado a través de la noche y sus sueños?… Ahora escribo desde una habitación de La Laguna. Intento describir en vano aquella hoguera de cuentos, bailes y canciones que nos protegió (o distrajo, como diría el autor de El olvido que seremos) del frío, las hostilidades, injusticias y mentiras que atenazan a vivos y muertos, a las vigilias y a los sueños.
Cuánta luz irradia el Festival del Cuento y cuánta belleza en cada palabra de los participantes, en cada mirada y gesto de los organizadores. Gracias., sigan haciéndonos felices… les necesitamos para vivir