Cuando volvió la vista atrás, en un gesto de despedida de su tierra, de sus raíces, de su adorado Marruecos, el cielo brillante y anaranjado se quedó grabado en sus retinas. No podía ni quería olvidar, sabía que aunque era obligado marcharse en busca de otra vida, de otras oportunidades, de un futuro mejor, no por ello le resultaba más fácil abandonar aquellos parajes desérticos pero a la vez impregnados de tanta belleza; y, sobre todo ,sus recuerdos de tantos momentos vividos, junto a su familia, imágenes de una infancia dura pero feliz venían a su mente, nublando sus ojos y resultándole casi imposible articular palabra. Sidi sabía, en lo más profundo de su alma, que aquel adiós podía ser definitivo.
El jeep que le trasladaría junto a otros compañeros de travesía, esperaba. Todos se iban a embarcar en la misma aventura, a correr idéntico riesgo, a dejar atrás lo que tanto amaban y al mismo tiempo tanto odiaban, las nulas posibilidades de salir adelante, la escasez, la enfermedad y la miseria.
Eran conscientes de que aquel viaje no tenía retorno, o por lo menos, no inmediato. Durante el trayecto prácticamente no hablaban. Estaban absortos en sus pensamientos, librando cada uno su propia batalla, calibrando sus propias posibilidades, asumiendo el peligro en silencio. Cada uno de aquéllos jóvenes se debatía entre el miedo a lo desconocido y la esperanza de encontrar una vida mejor. Era algo inevitable, quien no arriesga no gana.
Sidi, de vez en cuando, se tocaba la nuca. Quería asegurarse de que el talismán que le había dado su abuela, en forma de media luna, y que pendía de su cuello con un cordón de cuero marrón, seguía en su sitio. Tenía que aferrarse a lo que fuera, con tal de conservar la fe y no derrumbarse.
Cuando llegaron a la costa y vio la embarcación, el corazón le dio un vuelco. Nunca había visto un barco, y tenía miedo, estaba atestado de personas que como él huían de su tierra y de la cruda realidad, sabían que no sería fácil llegar al destino, y por un momento dudó de embarcarse en aquella aventura. Pero miró hacia atrás y el panorama le resultaba desolador, así que decidió seguir adelante. Sus ganas de luchar por alcanzar sus sueños de una vida mejor eran más fuertes que sus temores.
Sabía que la ruta migratoria que une África con Canarias era una de las más peligrosas y mortíferas, y que muchos que habían intentado alcanzar el archipiélago español surcando el Atlántico en pateras y cayucos habían fallecido.
Sidi había decido irse de su país porque allí no tenía trabajo y las condiciones de vida eran durísimas, y él había apostado por un futuro mejor. Por eso se subió a esa patera, por conseguir una vida digna, nuevas metas y ayudar a su familia en todo lo que pudiese.
Le acompañaban en aquel viaje sus dos mejores amigos, aquellos que conocía desde niño, Mohamed y Hassam; juntos habían compartido juegos, travesuras, escuela, trabajo, eran inseparables y siempre habían tenido claro que si decidían irse lo harían los tres.
Eran unas cuarenta personas, entre hombres, mujeres —dos de ellas, embarazadas— y niños. Cuando zarpó la embarcación al mar, trató de ser positivo y de conservar la esperanza, pero a medida que pasaban los días, junto con el frío, el calor, el hambre y la sed, de nuevo se apoderaban de él el miedo, el desasosiego, la desesperanza… pero trataban de darse ánimo unos a otros y de ayudarse entre sí.
Sidi y sus amigos llevaban comida suficiente para ellos, pero pronto tuvieron que compartir con algunas de las mujeres y niños que no tenían nada. Por momentos, dudaba si sobrevivirían a aquella terrible travesía. Pensó muchas veces: si muero, lo haré intentando buscar una vida mejor.
Una noche, notaron que hacía más frío de lo normal y soplaba un poco el viento, que poco a poco fue en aumento, y el mar estaba muy mal, las olas cada vez crecían más y el barco se movía mucho, de un lado hacia otro, ellos iban sentados y trataban de agarrarse lo más fuerte posible a lo que podían, pero el intenso vaivén de las olas lo hacía imposible. Fueron horas de una angustia indescriptible, el miedo, la desolación más absoluta se apoderaba de todos. Casi a oscuras, trataban de protegerse, pero algunos no lo consiguieron.
El testimonio de Sidi me pareció realmente desgarrador:
“Jamás en mi vida podré olvidar los gritos de terror cuando algunos de nuestros compañeros cayeron al agua, entre ellos mi amigo Mohamed. Fue la noche más triste que podía imaginar jamás.
Cuando pasó la tormenta y amaneció éramos treinta. Habían perdido la vida en el mar diez personas: cinco hombres jóvenes, dos mujeres y tres niños. La tristeza y el desamparo que se respiraba esa mañana no se pueden describir. Todos llorábamos. Ninguno podía hablar. Hassam y yo permanecíamos abrazados, incapaces de expresar con palabras lo que sentíamos.
Habíamos soñado tantas veces con este viaje, con no separarnos nunca, con llegar juntos a nuestro destino y conseguir nuestros propósitos, y ahora estábamos solos, habíamos sufrido la pérdida irremplazable de Mohamed.
Aun pasaron unos días hasta arribar a costas canarias, llegamos deshidratados y sin fuerzas, después de haber pasado más de una semana en alta mar, la mayor parte del tiempo sin alimentos ni agua.
El intenso sol durante el día, el frío por la noche, y el salitre, dejaban huellas en el cuerpo y más aún en el alma. Nuestra piel cuarteada y herida, por la deshidratación y las quemaduras solares, tenía un aspecto horrible, y todos habíamos perdido mucho peso.
Cuando desembarcamos en el muelle de Arguineguín, isla de Gran Canaria, fuimos atendidos por la Guardia Civil y personal de Cruz Roja, fueron muy amables y cariñosos con nosotros, nos facilitaron unas mantas y nos ofrecieron agua. Luego fuimos conducidos al campamento que tienen dispuesto para alojarnos temporalmente, y aquello fue lo más parecido a un hogar que podíamos tener en esos momentos.
Durante los días que sucedieron, nos fuimos recuperando físicamente, porque anímicamente era muy difícil, pero aun así y después de todo lo vivido, estábamos a salvo, teníamos comida, agua, y un techo. Hassam y yo tratábamos de animarnos, pensábamos en Mohamed y aunque su ausencia era como una pesada losa encima de nuestras cabezas, sabíamos que no podíamos venirnos abajo y que él querría que luchásemos y siguiéramos adelante.
Eso nos animó a continuar, a intentar conseguir un trabajo y solucionar nuestra situación, queríamos ser legales, con nuestros papeles en regla. Habíamos venido a trabajar y nos centramos en eso.
Aunque, por otra parte, la sombra de una posible “deportación” a nuestro país, planeaba sobre nuestras mentes.
Un día, pasaron por el campamento unas personas, buscaban trabajadores para su empaquetadora de plátanos. Nos ofrecían empleo y casa donde vivir mientras trabajásemos para ellos. Nos dijeron también que si hacíamos bien el trabajo, nos podrían ayudar a regularizar nuestra situación para ser residentes legales. No lo dudamos un momento, Hassam y yo nos miramos y asentimos con la cabeza.
Una vez instalados en la casa, la cual era muy sencilla y solamente tenía lo básico, a nosotros nos pareció un hotel de esos lujosos que salen en las fotos.
El trabajo era duro, pero estábamos contentos, teníamos un sueldo a final de mes, un techo y podíamos enviar algo a Marruecos, a la familia. Allí estaban mis padres, mi hermana y mi abuela.
Y así pasó un año, trabajamos mucho, y al final conseguimos nuestra residencia legal en España.
Hassam continúa trabajando en la misma empresa.
Pero yo conocí casualmente a un señor que tenía un restaurante en la zona de la playa, y me contrató como ayudante de cocina. Yo no sabía nada, nunca había cocinado, pero poco a poco fui aprendiendo y cada vez me gustaba más. Y me fue muy bien. Descubrí mi verdadera vocación. Me convertí en cocinero profesional, ganando un buen sueldo y ayudando a mi familia que siguen allí, en Marruecos, pero con mi ayuda han mejorado sus condiciones de vida.
Conseguí cumplir mi sueño, pero a costa de tantas pérdidas, de marcharme de mi país, de separarme de mi familia, de vivir una travesía a bordo de aquella patera que casi me cuesta la vida, donde Mohamed perdió la suya, y de no contemplar las puestas de sol en Marruecos, de no quedarme admirando cada atardecer mi cielo naranja”.